viernes, 18 de noviembre de 2011

Líricos y épicos




Entre los hombres que van tras muchas mujeres podemos distinguir fácilmente dos categorías. Unos buscan en todas las mujeres su propio sueño, subjetivo y siempre igual, sobre la mujer. Los segundos son impulsados por el deseo de apoderarse de la infinita variedad del mundo objetivo de la mujer.

La obsesión de los primeros es lírica: se buscan a si mismos en las mujeres, buscan su ideal y se ven repetidamente desengañados porque un ideal es, como sabemos, aquello que no puede encontrarse. El desengaño que los lleva de una mujer a otra le brinda a su inconstancia cierta disculpa romántica, de modo que muchas mujeres sentimentales pueden sentirse conmovidas por su terca poligamia.

La segunda obsesión es épica y las mujeres no ven en ella nada conmovedor: el hombre no proyecta sobre las mujeres un ideal subjetivo, por eso todo le resulta interesante y nada puede desengañarlo. Y es precisamente esa incapacidad para el desengaño lo que contiene algo de escandaloso. La obsesión del mujeriego épico le produce a la gente la impresión de que no se ha pagado nada a cambio de ella (no se ha pagado con el desengaño).

Debido a que el mujeriego lírico persigue siempre al mismo tipo de mujeres, nadie se da cuenta de que cambia de amantes; los amigos le crean permanentemente conflictos porque no son capaces de diferenciar a sus amigas y les atribuyen siempre el mismo nombre.

Los mujeriegos épicos se alejan cada vez más, en su búsqueda del conocimiento, de la belleza femenina convencional, de la que se han hartado rápidamente, y terminan indefectiblemente como coleccionistas de curiosidades. Saben que lo son, les da un poco de vergüenza y, para no poner a los amigos en aprietos, no suelen salir públicamente con sus amantes.


MILAN KUNDERA, La insoportable levedad del ser.

sábado, 15 de octubre de 2011

Tercer domingo de octubre






Hoy salen rosas, como antes.

A veces me pregunto,cómo es posible que no se me contagie tu envidiable vitalidad.

Amo tus milanesas y tus ñoquis.

Y tus tortillas, aunque no todos los huevos que rompés, terminen en la sartén.

Me gusta la abuela que sos. Adoro que mi hija te extrañe y te ame.

A mi tampoco me gustan los lavaderos, aunque son un mal necesario. Pero estamos contestes en que nadie plancha camisas como vos. Nadie.

Jugábamos a que yo te decía que te iba a hacer juicio, por hacerme tan lindo. Y vos decías que "...lindo lo hizo su padre. Yo lo hice bueno". No siempre las cosas salen bien, pero se de lo mucho que te esforzaste. El resto, es culpa exclusivamente mía.

Estos últimos meses en que volví a ser hijo -plenamente-, comprendí cual es tu máxima enseñanza. Estar en las buenas si te dejan, pero en las malas, siempre. Puedo -podemos- contar con vos en todo momento y a pesar de todo.

Tu legado, Esthercita, será la incondicionalidad.

Feliz día, vieja.


















domingo, 13 de febrero de 2011

Such small hands


(E.E. Cumings sabía de vos.....?)
En algún lugar al que nunca he viajado,
felizmente más allá de toda experiencia,
tus ojos tienen su silencio:
En tu gesto más frágil hay cosas que me rodean
o que no puedo tocar porque están demasiado cerca.

Con solo mirarme, me liberas.
Aunque yo me haya cerrado como un puño,
siempre abres, pétalo tras pétalo mi ser,
como la primavera abre con un toque diestro
y misterioso su primera rosa.

O si deseas cerrarme, yo y
mi vida nos cerraremos muy bella, súbitamente,
como cuando el corazón de esta flor imagina
la nieve cayendo cuidadosa por doquier.

Nada que hayamos de percibir en este mundo iguala
la fuerza de tu intensa fragilidad, cuya textura
me somete con el color de sus campos,
retornando a la muerte y la eternidad con cada respiro.

Ignoro tu destreza para cerrar y abrir
pero, cierto es que algo me dice
que la voz de tus ojos es más profunda que todas las rosas...

Nadie, ni siquiera la lluvia tiene manos tan pequeñas.

EE. Cumings

sábado, 1 de enero de 2011

El Año Nuevo del Hombre Solitario


El Hombre Solitario bajó a la calle poco antes de que den las doce. Consideró inapropiado encerrarse en casa, y buscó un lugar abierto. Adora los fuegos de artificio. Le recuerdan a su hija aupada a él, abrazada a él, frente al río, buscando refugio para el inocente temor que le provocaban el estruendo y la noche repetidamente iluminada.

El Hombre Solitario había tomado la decisión de asumir esa condición. Recibió muchas invitaciones de amigos y familiares para esperar el Año Nuevo, y una a una las había rechazado. Adoptó una postura maximalista, típica de otros tiempos. Sólo la compañía de una persona lo hubiera hecho desistir de recibir el 2011 en soledad. Y no pudo lograr tal cosa. “O tú, o ninguna”, se dijo, parafraseando a Luis Miguel. Ninguna, entonces. Confió en que todos, de enterarse, lo entenderían.

Su caminata resultó apropiada para movilizar sus recuerdos, algunos dormidos, otros urgentes.

El Hombre Solitario se instó a recordar los momentos más felices de su vida. Después del nacimiento de su hija, vino a su mente otro nacimiento, el de su sobrina. Y el día que se recibió su hermana. Ninguno de sus propios logros figuró en ese breve inventario. Pensó en que quizás su autoestima estuviere algo baja.

El Hombre Solitario pasó por delante de una foto en la que un político de traje cruzado y mirar duplicado era retratado tirando besos con ambas manos. Recordó que fue al primer peronista al que le dio su voto. Y se sintió identificado con su furia, su pasión, su lucha por un país más justo, inclusivo, como se dice ahora. Le reconoció que un hombre con semejantes enemigos –los mismos que tuvo Yrigoyen, los mismos que tuvo Alfonsín-, indudablemente debía ser bueno. Se le dibujó una sonrisa. Alzó su mano, como si estuviera brindando por él, auguró la holgada reelección de su esposa, y siguió su camino.

En la cuadra siguiente empezó a recordar sus pasados amores. Dejó de hacerlo enseguida: su destino final no era Mar del Plata. Intentó entonces con sus amores presentes. Y la niebla imaginaria le devolvió varias siluetas, pero no lograba hacerle perder nitidez a aquel rostro suave. Un intenso aroma a vainilla lo acompañó unos metros. Intentó ser condescendiente consigo mismo y juzgó que no estaba enamorado, pero la quería.

El Hombre Solitario pensó en las mujeres que la sangre le había dado, las que no escogió. Mejor así, podría haber cometido el error de no haberlas elegido. Ese si hubiera sido un error no sólo irreparable: imperdonable. Y las extrañaba mientras proseguía su caminata.

Enseguida recordó a sus amigos. No a la inmensa legión que permanece en calidad de tal: él sabe que ellos siempre están, así como él está para ellos. Sino a los que había perdido. Sintió que el dolor lo atravesaba cuando recordó al que ya nunca vería, derribado por un golpe helado en el Estado del Sol. Lagrimeó. Se propuso recuperar gran parte de aquellos a los que en su infinita ceguera forzó a alejarse. Y separó algunos por los que había perdido definitivamente el interés.

Volvió a plantearse, como otras tantas veces, la pregunta que le formulara su ex mujer. Y no logró –aún- identificar el fatal momento en que había dejado de importarle todo. La figura de su padre se le apareció severa, moviendo negativamente la cabeza. Contabilizó las patadas en el culo que no hubiera podido evitar, si el Gallego viviera. Quizás una hubiera bastado para decidir y ejecutar mejor de lo que lo hizo.

Ya nadie caminaba por las calles de Buenos Aires. Corrían. Todos menos él. La medianoche se acercaba

El Hombre Solitario apoyó los antebrazos en la baranda del dique, mientras el cielo comenzaba a iluminarse. Pensó en su hija y lo consoló el hecho de que la niña ya no temía a los fuegos. Por un segundo, sintió frío. Quería apretarla contra él, e imaginó ese abrazo imposible, para alejar el miedo repentino que pretendía invadirlo.

Y así, con el alma abrazada a su hija y lágrimas en los ojos, El Hombre Solitario entendió que nunca había estado solo. Y se sintió inmensamente feliz.