El Hombre Solitario bajó a la calle poco antes de que den las doce. Consideró inapropiado encerrarse en casa, y buscó un lugar abierto. Adora los fuegos de artificio. Le recuerdan a su hija aupada a él, abrazada a él, frente al río, buscando refugio para el inocente temor que le provocaban el estruendo y la noche repetidamente iluminada.
El Hombre Solitario había tomado la decisión de asumir esa condición. Recibió muchas invitaciones de amigos y familiares para esperar el Año Nuevo, y una a una las había rechazado. Adoptó una postura maximalista, típica de otros tiempos. Sólo la compañía de una persona lo hubiera hecho desistir de recibir el 2011 en soledad. Y no pudo lograr tal cosa. “O tú, o ninguna”, se dijo, parafraseando a Luis Miguel. Ninguna, entonces. Confió en que todos, de enterarse, lo entenderían.
Su caminata resultó apropiada para movilizar sus recuerdos, algunos dormidos, otros urgentes.
El Hombre Solitario se instó a recordar los momentos más felices de su vida. Después del nacimiento de su hija, vino a su mente otro nacimiento, el de su sobrina. Y el día que se recibió su hermana. Ninguno de sus propios logros figuró en ese breve inventario. Pensó en que quizás su autoestima estuviere algo baja.
El Hombre Solitario pasó por delante de una foto en la que un político de traje cruzado y mirar duplicado era retratado tirando besos con ambas manos. Recordó que fue al primer peronista al que le dio su voto. Y se sintió identificado con su furia, su pasión, su lucha por un país más justo, inclusivo, como se dice ahora. Le reconoció que un hombre con semejantes enemigos –los mismos que tuvo Yrigoyen, los mismos que tuvo Alfonsín-, indudablemente debía ser bueno. Se le dibujó una sonrisa. Alzó su mano, como si estuviera brindando por él, auguró la holgada reelección de su esposa, y siguió su camino.
En la cuadra siguiente empezó a recordar sus pasados amores. Dejó de hacerlo enseguida: su destino final no era Mar del Plata. Intentó entonces con sus amores presentes. Y la niebla imaginaria le devolvió varias siluetas, pero no lograba hacerle perder nitidez a aquel rostro suave. Un intenso aroma a vainilla lo acompañó unos metros. Intentó ser condescendiente consigo mismo y juzgó que no estaba enamorado, pero la quería.
El Hombre Solitario pensó en las mujeres que la sangre le había dado, las que no escogió. Mejor así, podría haber cometido el error de no haberlas elegido. Ese si hubiera sido un error no sólo irreparable: imperdonable. Y las extrañaba mientras proseguía su caminata.
Enseguida recordó a sus amigos. No a la inmensa legión que permanece en calidad de tal: él sabe que ellos siempre están, así como él está para ellos. Sino a los que había perdido. Sintió que el dolor lo atravesaba cuando recordó al que ya nunca vería, derribado por un golpe helado en el Estado del Sol. Lagrimeó. Se propuso recuperar gran parte de aquellos a los que en su infinita ceguera forzó a alejarse. Y separó algunos por los que había perdido definitivamente el interés.
Volvió a plantearse, como otras tantas veces, la pregunta que le formulara su ex mujer. Y no logró –aún- identificar el fatal momento en que había dejado de importarle todo. La figura de su padre se le apareció severa, moviendo negativamente la cabeza. Contabilizó las patadas en el culo que no hubiera podido evitar, si el Gallego viviera. Quizás una hubiera bastado para decidir y ejecutar mejor de lo que lo hizo.
Ya nadie caminaba por las calles de Buenos Aires. Corrían. Todos menos él. La medianoche se acercaba
El Hombre Solitario apoyó los antebrazos en la baranda del dique, mientras el cielo comenzaba a iluminarse. Pensó en su hija y lo consoló el hecho de que la niña ya no temía a los fuegos. Por un segundo, sintió frío. Quería apretarla contra él, e imaginó ese abrazo imposible, para alejar el miedo repentino que pretendía invadirlo.
Y así, con el alma abrazada a su hija y lágrimas en los ojos, El Hombre Solitario entendió que nunca había estado solo. Y se sintió inmensamente feliz.
El Hombre Solitario había tomado la decisión de asumir esa condición. Recibió muchas invitaciones de amigos y familiares para esperar el Año Nuevo, y una a una las había rechazado. Adoptó una postura maximalista, típica de otros tiempos. Sólo la compañía de una persona lo hubiera hecho desistir de recibir el 2011 en soledad. Y no pudo lograr tal cosa. “O tú, o ninguna”, se dijo, parafraseando a Luis Miguel. Ninguna, entonces. Confió en que todos, de enterarse, lo entenderían.
Su caminata resultó apropiada para movilizar sus recuerdos, algunos dormidos, otros urgentes.
El Hombre Solitario se instó a recordar los momentos más felices de su vida. Después del nacimiento de su hija, vino a su mente otro nacimiento, el de su sobrina. Y el día que se recibió su hermana. Ninguno de sus propios logros figuró en ese breve inventario. Pensó en que quizás su autoestima estuviere algo baja.
El Hombre Solitario pasó por delante de una foto en la que un político de traje cruzado y mirar duplicado era retratado tirando besos con ambas manos. Recordó que fue al primer peronista al que le dio su voto. Y se sintió identificado con su furia, su pasión, su lucha por un país más justo, inclusivo, como se dice ahora. Le reconoció que un hombre con semejantes enemigos –los mismos que tuvo Yrigoyen, los mismos que tuvo Alfonsín-, indudablemente debía ser bueno. Se le dibujó una sonrisa. Alzó su mano, como si estuviera brindando por él, auguró la holgada reelección de su esposa, y siguió su camino.
En la cuadra siguiente empezó a recordar sus pasados amores. Dejó de hacerlo enseguida: su destino final no era Mar del Plata. Intentó entonces con sus amores presentes. Y la niebla imaginaria le devolvió varias siluetas, pero no lograba hacerle perder nitidez a aquel rostro suave. Un intenso aroma a vainilla lo acompañó unos metros. Intentó ser condescendiente consigo mismo y juzgó que no estaba enamorado, pero la quería.
El Hombre Solitario pensó en las mujeres que la sangre le había dado, las que no escogió. Mejor así, podría haber cometido el error de no haberlas elegido. Ese si hubiera sido un error no sólo irreparable: imperdonable. Y las extrañaba mientras proseguía su caminata.
Enseguida recordó a sus amigos. No a la inmensa legión que permanece en calidad de tal: él sabe que ellos siempre están, así como él está para ellos. Sino a los que había perdido. Sintió que el dolor lo atravesaba cuando recordó al que ya nunca vería, derribado por un golpe helado en el Estado del Sol. Lagrimeó. Se propuso recuperar gran parte de aquellos a los que en su infinita ceguera forzó a alejarse. Y separó algunos por los que había perdido definitivamente el interés.
Volvió a plantearse, como otras tantas veces, la pregunta que le formulara su ex mujer. Y no logró –aún- identificar el fatal momento en que había dejado de importarle todo. La figura de su padre se le apareció severa, moviendo negativamente la cabeza. Contabilizó las patadas en el culo que no hubiera podido evitar, si el Gallego viviera. Quizás una hubiera bastado para decidir y ejecutar mejor de lo que lo hizo.
Ya nadie caminaba por las calles de Buenos Aires. Corrían. Todos menos él. La medianoche se acercaba
El Hombre Solitario apoyó los antebrazos en la baranda del dique, mientras el cielo comenzaba a iluminarse. Pensó en su hija y lo consoló el hecho de que la niña ya no temía a los fuegos. Por un segundo, sintió frío. Quería apretarla contra él, e imaginó ese abrazo imposible, para alejar el miedo repentino que pretendía invadirlo.
Y así, con el alma abrazada a su hija y lágrimas en los ojos, El Hombre Solitario entendió que nunca había estado solo. Y se sintió inmensamente feliz.
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